Nueve de octubre
Carlos Manuel Álvarez
9 OCTUBRE 2012
Fuente: Cubadebate
Cuando yo nací, el Che Guevara ya
estaba muerto y su retrato había aparecido en la portada de la revista Life.
Hay, ciertamente, pocos rostros tan impresionantes como los rostros de este
hombre. Contadas imágenes o palabras provocan una compresión y un
sobrecogimiento semejantes a los que sobrevienen con esas fotografías en las
que siempre, sea en una posición u otra, en este o en aquel país, como un
secreto que no resiste más, se deja ver la estampa misma de la sugestión.
Perdonen la confidencia, pero yo
he llegado a su persona desde los terrenos más pueriles, desde las situaciones
menos épicas. En caso de que quieran decir algo, ¿qué es lo que dicen los
rostros del Che? ¿Hacia dónde, por ejemplo, miraba aquella tarde de 1960 en que
Korda lo tomó desprevenido y lo incrustó con fiereza en todas las banderas y
todos los pulóveres del mundo?
Los sucesos de La Coubre
complementan las connotaciones dramáticas que por sí solas se desprenden de su
cara, y hacen que olvidemos algo. El Che observaba los cadáveres, el mar de
cubanos rabiosos, el hecho consumado y sin retroceso, el hombre envuelto en el
vertiginoso remolino de la historia, el paso del tiempo, las víctimas como
causa, pero también como azar, y así, sin que hayamos reparado nunca, la
inmanencia le viene porque no mira la guerra con la gravedad o la cercanía de los
estadistas, sino con la gravedad o la cercanía de los poetas. El Che era el
Che, y era, además, Byron.
Hoy no. Hoy es otra cosa. Y esa
condición oblicua no es exactamente la que prende en los eternos rebeldes, en
las descafeinadas barricadas contemporáneas, en los adolescentes incendiarios.
Los héroes corren dos riesgos gravísimos, siempre latentes. Primero: el hecho
de sobrevivir a su propia heroicidad. Segundo: el hecho de no sobrevivirla.
Primero: el hecho de que se les mitifique en vida. Segundo: el hecho de que se
les mitifique en muerte. Todos los mitos son malos arquetipos de mitos
anteriores, los cuales, a su vez, fueron reproducidos sobre el mito de
Prometeo, tan falaz.
Los grandes hombres no son
grandes hombres. Sus actos íntimos son comunes. Sus actos públicos y sus actos
históricos también. Pero tampoco son sujetos de esquina. (No dejen,
estudiantes, que los engañen con ninguna de estas farsas.) El Che recorre el
continente en moto, y no podía sospechar, tan muchacho como era, que ese viaje
era un viaje sin retroceso, un trayecto sin fin. En primera instancia, recorrer
Latinoamérica es una acción natural que muchos otros han hecho antes y después.
El Che no sabrá nunca que
terminará en México y, por más que se lo haya pensado madrugadas enteras, no
sabrá tampoco cómo es que cae en la Sierra Maestra, y después en La Habana, y
luego en la ONU, y más tarde en el Congo, y Europa del Este, y de nuevo La
Habana, y casi finalmente Bolivia, y por último la muerte, y con la muerte el
símbolo que es. Así como otros entran al ruedo del crimen, o de la diplomacia,
o del aburrimiento, en algún momento el Che Guevara entró al ruedo de las
epopeyas. Un ruedo, en esencia, igual a los demás. Si el crimen cambia la vida
de unos pocos, la diplomacia la vida de nadie, y el aburrimiento la vida
personal, las epopeyas cambian la vida de millones de personas, y esa es, visto
así, la única diferencia, puramente cuantitativa.
Sin embargo, hay otro rasgo
distintivo: el rasgo poético. Que no se define en los hechos, sino en el
pensamiento. No se define en subir al Granma, sino en la decisión de subir al
Granma. No se define en irse a Bolivia, sino en convencerse de que es
imprescindible irse a Bolivia, y que para ello tan solo se cuenta con lo que
cuenta el resto. Es decir, un cuerpo y un ideal (todos tenemos un ideal, por
mezquino que sea). Que tus actos individuales tengan una finalidad colectiva es
la verdadera distinción de estos hombres. Entender el destino de la humanidad
como tu destino. O darle, en suma, esa explicación.
Lo que hace héroe al héroe es la
completa disposición hacia empresas que rebasan sus límites físicos de sujetos
normales. Lo que los hace sujetos normales es que a pesar de subordinar la
realidad a pretensiones impensadas por el resto, no pueden hacer otra cosa que
iniciar las revoluciones de cero, paso a paso, casi inconscientemente, con la
misma inexplicable y ordinaria secuencia que alguien comienza un libro, o
planifica un atraco, o termina una casa. ¿En qué momento justo los héroes se
convierten en héroes? En ninguno. No hay, a pesar de las efemérides, momentos
justos. Los héroes se convierten en héroes en el momento que se explican
poéticamente. ¿Qué hay, pues, más épico que un poeta? Pero también, ¿qué hay
más absurdo?
El asesinato del Che marca el fin
de una época, y no deja de ser un acto ejecutado por un rapaz subalterno, un
gatillo llevado hacia atrás por un don nadie. Cuando se mitifiquen las ideas,
siempre tan férreas, y no los hechos, siempre tan manipulables, entenderemos a
plenitud esa aparente contradicción.
La retórica pública establece un
orden falso, lleno de imprecisiones y alarmantemente vacío de luminosos
detalles. Tres mínimas escenas hacen que para mí el resto de la vida del Che
adquiera las connotaciones que supuestamente se pide que tenga. Las tres son en
los meses finales de su vida.
La primera cuando le dice a
Aleida March, antes de irse para Bolivia, que eso es lo único que le puede
dejar, lo único íntimamente suyo. ¿Qué? Una cinta con su voz, donde se escucha
un poema de Vallejo y otro de Neruda. Pensemos en todo lo que el Che ha vivido,
pensemos en el hombre que se ha ido convirtiendo, en todo lo que ha viajado y
en toda la política internacional que ha hecho. Y pensemos luego en cómo lo
único íntimamente suyo son esos versos escritos por otros, a esas alturas
escritos por nadie.
La segunda ya en Bolivia, en
plena guerrilla, cuando se aparta y trepa en un árbol y se roba tiempo para
revisar un libro.
Y la tercera, escena que no
aparece en ningún lugar, y que no es la fotografía bíblica con ojos
entrecerrados de la revista Life, son esos segundos finales en los que el Che
yace amarrado en un piso de tierra, de una casa presumiblemente de adobe,
sucio, barbudo, en el corazón de la selva sudamericana, definitivamente por el
suelo sus utopías, segundos en los que el mundo lo ha dejado solo, segundos en
los que no recibe los aplausos de la Asamblea General, segundos durante los
cuales nadie marcha por ninguna ciudad con su rostro en ninguna bandera,
segundos en los que nadie llega y paga unos dólares y dice hágame el favor de
tatuarme al Che Guevara, segundos en los que adelgaza considerablemente, pero
no sufre hambre, segundos en los que sueña, en los que se vuelve intermitente y
duro como una roca, en los que ni siquiera descubren sus huesos, en los que su
guerrilla ya no existe, en los que piensa en Rosario o en sus hijos o, tal como
aseguró, en Cuba, aun cuando no sepamos si en verdad lo hizo, segundos en los
que sabe que va a morir a manos de vulgares soldados y sabe además que no
existe ninguna escapatoria.
Nada de esto lo he aprendido en
los oradores de devoción gratuita. El Che es el único muerto que no me parece
muerto, pero que duele como si lo acabaran de rematar.
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