Raúl Zibechi
Viernes 14 de enero de 2011
Si durante los primeros años de la década pasada los movimientos antisistémicos ocuparon el centro del escenario político latinoamericano, ese lugar de privilegio le corresponde ahora a los estados, administrados por fuerzas de signo distinto a las que protagonizaron las reformas neoliberales. Por más que los gobiernos que emergieron del formidable ciclo de luchas que deslegitimó el Consenso de Washington sean afines a los movimientos, éstos no pueden delegar sus objetivos emancipatorios en los estados-nación, que necesariamente tienen una lógica diferente como acaba de manifestarse en la reciente crisis boliviana a raíz del gasolinazo decretado por el presidente Evo Morales.
La acción colectiva suele activarse en periodos de crisis económica y de crisis de la gobernabilidad, o sea cuando el mercado no puede garantizar la sobrevivencia de la población y cuando el Estado no tiene la legitimidad suficiente para mantener el orden. Dicho de otro modo, por las grietas que cada tanto las sordas resistencias del abajo consiguen abrir en el modelo de dominación, se activan grandes movimientos que a veces amenazan el orden hegemónico, y se tejen múltiples organizaciones. Una vez que pasa el pico de la crisis, la economía recupera su dinamismo y se forman nuevos gobiernos con mayores dosis de legitimidad, el activismo social decae, los movimientos se marchitan y abajo se instalan la desmoralización y la confusión.
A este proceso habitual se ha denominado ciclo de luchas. Uno de los problemas que conlleva el hecho de que la acción social se produzca de modo cíclico (flujo/reflujo) es que en los periodos de retroceso se pierde el potencial organizado y se disipa la conciencia adquirida, de modo que cuando se relanza la acción buena parte de la energía debe dedicarse a reconstruir la organización social y política. Uno de los mayores desafíos de los movimientos y los militantes antisistémicos consistió siempre en autonomizarse de los ciclos de luchas, o sea de los ciclos del capital.
En periodos anteriores, los revolucionarios intentaron superar estos vaivenes que destruyen buena parte de la fuerza social y política construida en el apogeo de la movilización a través de partidos políticos permanentes, que pretendían encarnar el aprendizaje de cada ciclo para trasladarlo al siguiente. La historia mostró que tienen tres problemas: uno, que lo aprendido durante un ciclo es de poca utilidad en el siguiente. Dos, que los aparatos partidarios se burocratizan y empiezan a tener intereses propios, con lo que se convierten en obstáculos una vez que se relanza la lucha. Tres, que sigue habiendo un hiato entre los cuadros organizados y la base social, que es arrastrada hacia la integración al sistema cada vez que la economía y la gobernabilidad recuperan fuerza para atraer productores, consumidores y gestores estatales.
Los actuales movimientos antisistémicos en América Latina, sobre todo los indígenas, los campesinos y crecientemente los urbanos, tienen características diferentes a las del viejo movimiento obrero. La principal es que han puesto en pie una economía otra, o sea iniciativas capaces de producir una parte de los valores de uso que necesitan las personas. Me refiero a las fábricas recuperadas, los talleres productivos de alimentos y de otros bienes, materiales y simbólicos, vinculados a la salud, la educación, la cultura, el ocio, y una infinidad de iniciativas colectivas de base. Esos espacios de producción y reproducción de la vida cotidiana han ganado centralidad en la vida de los oprimidos como nunca antes en la historia del capitalismo dependiente urbano. Esas miles de iniciativas, que nacieron en el último ciclo de luchas y que luego decayeron pero no han desparecido, están arraigadas en los territorios de la pobreza, en aquellos espacios que resisten el despojo.
A mi modo de ver encarnan una de las posibilidades de superar la destrucción de la fuerza organizada que en periodos anteriores le ha correspondido a la socialdemocracia y hoy al progresismo. Hay dos condiciones necesarias: la formación y la economía. La primera es ya un patrimonio común de la mayor parte de los movimientos de nuevo tipo, que tienen espacios permanentes de formación autónoma, no sólo de sus miembros sino de sectores más amplios. Sin formación/educación será imposible estabilizar una fuerza política con una relativamente amplia base social que no sea culturalmente ganada por el consumismo y la política del sistema.
La segunda premisa es la construcción de algo que podemos denominar una “economía en resistencia”, que es hoy una realidad embrionaria y compleja. Puede y debe asentarse en los espacios productivos ya existentes, pero debe ir más lejos para ganar a sectores más amplios que los que están directamente involucrados en la producción. Debe construirse de modo diferente a la economía capitalista, no para acumular sino para asegurar el flujo de valores de uso que deben estar a disposición de todos y todas. De algún modo, esta economía debería estar inspirada en la célebre frase “de cada cual según capacidad, a cada cual según su necesidad”. Es apenas un norte, una inspiración, a sabiendas de que estos espacios son codiciados por el Estado y el mercado y deben ser defendidos, elevando muros culturales más que políticos, simbólicos más que materiales.
La construcción de autonomía de los de abajo no puede depender de los ciclos del capital, porque sería tanto como negar su carácter autónomo. Hoy sabemos que la autonomía es la principal condición para que el periodo de crisis actual no se diluya en una nueva y monumental frustración, porque supone ir más allá de la actitud reactiva. Sabemos también que no puede hipotecarse en estructuras jerárquicas o “estadocéntricas” y que no es la organización lo que resuelve el desafío de la autonomía. Probablemente la combinación de autoeducación sistemática y producción no mercantil nos permita enfrentar la inevitable recuperación del capital en mejores condiciones.
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